ALERTA, 10 de enero de 2004

Testigo de la transición desde el diario Pueblo

Para aquél periodo ilusionante de nuestra historia no solo eran suficientes la inteligencia y la prudencia; se precisaba de valentía y a Adolfo Suárez no le faltó. Fui de Suárez en exceso, más de lo que la independencia y neutralidad periodísticas aconsejan, pero en aquellos momentos había que ser activista de la democracia.

La celebración del 25º aniversario de la Constitución y la entrega por una publicación nacional de la serie televisiva que sobre la transición realizó con acierto Victoria Prego, nos ha devuelto la mirada, desde cierta nostalgia, a aquél tiempo decisivo en la Historia de España del último tercio del siglo XX, que tan de cerca tuve la suerte de seguir como periodista en el diario Pueblo, entonces el de mayor tirada del país y de cuyo cierre, por decreto oficial, se cumplen ahora veinte años. Comparto esas querencias con viejos compañeros de redacción con los que sigo manteniendo contactos, en los que siempre evocamos aquella gran universidad de periodismo que fue la redacción de la calle Huertas por la que desfilaron brillantes periodistas y escritores hechos bajo el magisterio de directores como Emilio Romero, Luis Angel de la Viuda y José Ramón Alonso.

Cuando llegué al diario Pueblo estaba prácticamente liquidada la etapa de Arias Navarro al frente del primer gobierno de la Monarquía. Nadie imaginaba la sorpresa Suárez y la trepidante acción política de los siguientes meses hasta la celebración de las primeras elecciones. El programa de aquel gobierno tardó en alumbrarse un día de julio de 1976, tras su primer Consejo de Ministros, ya que el ministro de Información, Andrés Reguera, compareció de madrugada para dar cuenta de los objetivos políticos y anunciar una nueva amnistía. Fue una larga noche en la que destacó el protagonismo del corresponsal de Le Monde, José Antonio Novais, que seguía siendo altavoz de la oposición al franquismo y que dejó sentir su profundo escepticismo por el Gobierno formado por Adolfo Suárez en torno al grupo de propagandistas católicos que lideraba Alfonso Osorio. Afortunadamente, erró en su pronóstico y no existió vacilación para aplicar aquél programa que nos llevó a superar sin naufragar y, en apenas diez meses, todo un gran océano de imprevistos oleajes que separaba el autoritarismo de la democracia; una transición en la que no solo eran suficientes la inteligencia y la prudencia; se precisaba de valentía y a Adolfo Suárez no le faltó.

En la sección de Nacional que dirigía Javier Martínez Reverte y en la que compartí trabajo con Andrés Aberasturi, me asignaron las informaciones sobre Presidencia del Gobierno que en aquellos meses fijó su sede en el Palacio de La Moncloa. Tenía como interlocutores a Fernando Onega, responsable de prensa; Carmen Díez de Rivera, dinámica y atractiva jefa de gabinete de Suárez, fallecida hace algunos años tras militar en el socialismo de Tierno y a Aurelio, Lito, Delgado, secretario y cuñado del presidente, sobre los que descansaba una gran parte de la agenda del Gobierno. Estos contactos eran importantes cuando se necesitaba recabar o contrastar informaciones, en un tiempo en el que se precisaba combinar la audacia con la prudencia en el campo político y el periodístico. Hay que tener en cuenta que el bunker no se fiaba de Suárez y la oposición democrática no le concedía crédito alguno. Era un Gobierno reformista en una tierra de nadie y, sin embargo, estaba llamado a pilotar una operación política gigantesca en la que residía, en gran parte, una nueva convivencia nacional.

Fue un tiempo de esperanza y lógicos miedos por lo que en algún momento pudo suceder. Confieso que en ese tiempo fui de Suárez en exceso, más de lo que la independencia y neutralidad periodísticas aconsejan, pero en aquellos momentos excepcionales había que ser activista de la democracia y ayudar al Gobierno en ese empeño. Pueblo era como un gran mosaico político, desde la derecha nostálgica, el reformismo y la izquierda; incluso, convivíamos con un maoista que era redactor de internacional, Pío Moa, a quién llamábamos Pío Mao, que un día desapareció para enrolarse en el Grapo. Hoy es un escritor de cierto éxito que ha dado un giro de ciento ochenta grados a su ideario político.

El grupo de mayor acción era el del pecé en el que destacaban cuatro periodistas brillantes: Javier Martínez Reverte, Raúl del Pozo, Vicente Romero y Elvira Daudet y en el socialismo destacaba José Antonio Gurriarán, subdirector y responsable de la edición de Madrid, que en los finales de los sesenta pasó por Cantabria como director de un periódico local, anticipando una cierta visión crítica del periodismo. Entre los apolíticos y que se jugaba el tipo por las trincheras de las guerras del cono africano, destacaba Arturo Pérez Reverte, que más de una vez hizo temer por su vida al retrasarse en exceso su vuelta, y pasar semanas sin noticas de aquellas salidas a las guerras de Angola o Etiopía. Éramos los más jóvenes de la redacción y Arturo Reverte demostraba ya sus excepcionales condiciones de periodista de riesgo.

Algunos de los hechos calientes de la transición me ocuparon en aquellos meses; la cumbre militar de septiembre en la que Suárez que ya tenía como vicepresidente a Gutierrez Mellado y en la que los militares, pese a todo, dieron vía libre a la reforma; el camino al referéndum del 15 de diciembre, la detención de Santiago Carrillo en aquellas navidades; la alta tensión generada por los secuestros de Oriol y Villaescusa y los asesinatos de miembros de las fuerzas de seguridad y los abogados de la calle Atocha y, finalmente, la legalización del Partido Comunista el sábado santo, asunto que ocupaba mi trabajo periodístico cuando la decisión parecía estar en manos del Tribunal Supremo y, que coincidió con el nombramiento de Samaranch como primer embajador en Moscú. Solo unas semanas más tarde manejaba como primicia una fecha para las primeras elecciones: la del miércoles 15 de junio.

La alta tensión que generó en el ejército la legalización del PCE se cerró con la dimisión del ministro de Marina y una nota de los altos mandos militares que tras muchas horas de reunión expresaron su “repulsa general”, pero acatando la decisión del poder civil. Cuando los Reyes salieron para Colonia, solo una semana después, en su primer viaje oficial de la República Federal de Alemania que durante cinco días cubrí como enviado especial para Pueblo con mi excelente compañero y corresponsal en Bonn, Carlos Bribián, en el rostro del Rey se percibió que la crisis estaba superada. Legalizado el partido de Santiago Carrillo –hecho al que contribuyó el líder comunista con su decisión de aceptar la bandera y la Monarquía- el camino a las primeras elecciones estaba abierto para que no se cuestionara su legitimidad.

Existen opiniones que aún cuestionan las capacidades de aquél equipo –denominado de penenes- que acompañaron a Suárez en la aventura de la transición. Por lo que ví, escuché y comprobé, puedo dar fe que ese apasionante capítulo de la historia reciente de España fue posible gracias al empeño valiente y osado –apenas se había cumplido año y medio de la muerte de Franco- de aquél Gobierno y, en especial, de su líder, Adolfo Suárez, que cumplió con rigor lo que había prometido en junio ante las viejas Cortes cuando intervino para defender el pluralismo como ministro secretario del Movimiento. Un Gobierno y su presidente que por derecho propio entraron en la Historia.

Pueblo apoyó aquella transición y los proyectos reformistas del Gobierno Suárez. El 15 de junio fue la gran fiesta de la democracia que confirmó la irresistible ascensión del líder de la transición, que con una coalición de pequeños partidos recién constituidos ganó las elecciones. Seguí siendo testigo de aquel nuevo tiempo político hacia la aprobación de la Constitución, ofreciéndome Pueblo la oportunidad de cubrir la primera gira de Suárez por Europa en la que en cinco días visitó seis países o, viajes de Gutiérrez Mellado en los primeros contactos con la OTAN y de Martín Villa, que afrontó con éxito un especial vía crucis como ministro de la Gobernación. Después llegaron otros cometidos y experiencias en un periódico que ha sido una de las mejores escuelas de periodismo del siglo XX.

 

JOSÉ RAMÓN SAIZ FERNÁNDEZ
Alerta, 10 de enero de 2004