EL DIARIO MONTAÑÉS de 27 de febrero de 1990

Poder político y libertad de expresión

Sigue existiendo la coincidencia y unanimidad que la mejor Ley de Prensa es la que no existe.

Sobre todo, en estos momentos, los ciudadanos nos damos cuenta y valoramos la importancia y trascendencia del artículo 20 de la Constitución Española que proclama la libertad de expresión. Después de decenios en los que este derecho universal se reguló a cortapisas y límites muy estrechos, la “ley de leyes” de 1978 determinó esta transcendental libertad que “no puede restringirse mediante ningún tipo de censura”.  Afortunadamente, la Constitución no mandató al Gobierno de turno a que regulara este derecho mediante una ley, lo que evita que el poder pueda sacarse de la manga algún tipo de Ley de Prensa. Sigue existiendo la coincidencia y unanimidad que la mejor Ley de Prensa es la que no existe.

Esta introducción viene a cuento porque el Gobierno ha iniciado un camino con la prensa que no es bueno y que ha aumentado las crispaciones en los últimos tiempos, cuando su deber era disimularlas. Las querellas entre diferentes medios de comunicación nos devuelven a los meses anteriores y posteriores al final físico del anterior régimen, cuando a la prensa se la achacaba los males del poder y a más petición de libertad y de acelerar el proceso democrático, el Gobierno de entonces contestaba con querellas y amenazas, unas más claras y otras veladas. Actualmente, a más petición de claridad en los comportamientos públicos, a más exigencia de los medios de comunicación de que se acabe con corruptelas o brillantes negocios realizados en los aledaños del poder, el Gobierno abre la vía de la querella y de la amenaza a la prensa.

¿Yerra la prensa por dar toda la información a su alcance, muchas veces después de dificultosas investigaciones o es pecado del Gobierno hurtar toda la información que posee que aclare tantas sospechas de corrupción?. Es evidente que si en el Parlamento se hubieran salvado las dudas con una información clara y exhaustiva, evitando tanta amenaza casi generalizada, o entre sus conclusiones el escándalo se hubiera zanjado con una salida política –una dimisión, por ejemplo-  es muy probable que el caso estaría hoy cerrado y la prensa no habría continuado la investigación, sobre todo si quienes tienen el deber de hacerlo no lo hacen, o quienes son responsables del poder político no cortan de raíz actuaciones probablemente perseguibles de oficio.

Tengo la impresión de que aciertan quienes piensan que el Gobierno está nervioso y que sus medidas dirigidas contra la prensa no son precisamente fruto de la cordura y la sensatez, sino del enojo que es vertido por la vía judicial tras un debate parlamentario en que el Gobierno perdió al no ofrecer explicaciones que convencieran. En otros países –Japón, por citar el más reciente- han ocurrido situaciones de corrupción, denunciadas por l os medios de comunicación, y los políticos afectados optaron, sencillamente, por dimitir y entregarse a una curiosa “purificación” No ejercieron la querella para esconder o reducir sus errores y aceptaron el mal trago de una salida lo más digna posible.

El Gobierno no encontrará ejemplos de comportamientos comparados con otros Ejecutivos democráticos de nuestro entorno hacia la prensa. La última querella de un presidente de los Estados Unidos contra un medio periodístico ocurrió hace más de setenta años y fracasó estrepitósamente porque el Tribunal dictó la imposibilidad de citar a declarar a responsable de un medio de comunicación cuando, sencillamente, solo había ejercido el derecho de opinar .  En países más próximos, los Gobiernos no pueden querellarse contra la prensa y soplo a título particular pueden hacerlo los ministros y su presidente.

Es posible que la fuerza de este Gobierno siga en los votos, pero la fuerza de la prensa también está en sus lectores y en quienes son conscientes del gran valor de la libertad de expresión frente al poder intervencionista y actitudes y acciones sospechosas de haber conculcado la legalidad para el lucro personal o de grupo.

 

JOSÉ RAMÓN SAIZ FERNÁNDEZ
EL DIARIO MONTAÑÉS de 27 de febrero de 1990