ALERTA de 25 de noviembre de 1995

La Transición en Cantabria /1

“Hoy somos más cántabros y europeos, más avanzados socialmente; las cosas están mucho mejor de lo que estaban, pero a gran distancia de lo que debieran y pudieran ser”.

Aunque estamos saturados de reflexiones sobre la transición, iniciada ahora hace veinte años tras la muerte del general Franco y el comienzo del reinado de Juan Carlos I, conviene provocar algunos interrogantes desde una lectura propiamente cántabra: ¿Qué ocurría en la entonces provincia de Santander a efectos oficiales?. ¿Cómo vivimos aquel 20 de noviembre y los meses siguientes?. No he consultado apuntes ni tampoco periódicos de la época por los que, salvo excepciones, solo discurría la vida oficial y no la real. Me he fiado un poco de la memoria y de mis recuerdos personales que evocan ciertas imágenes de la última visita oficial de Franco para presidir la Semana Naval en los últimos años de la década de los sesenta; de aquellas demostraciones sindicales del Bernabeu todos los primeros de mayo que puntualmente retransmitía la televisión oficial y, años más tarde, de aquel 20 de diciembre de 1973, cuando fue asesinado el almirante Carrero Blanco que llamado por Franco para garantizar el tránsito de su régimen a la monarquía, no superó la vida física del Jefe del Estado.

La imagen vencida de Franco del 22 de diciembre de 1973, asistiendo a los funerales de su leal amigo de armas y de absoluta confianza política, marcó el inicio de la cuenta atrás de la vida del general. Dicen que Franco confesó al presidente en funciones Torcuato Fernández Miranda cuando le comunicó la noticia del asesinato: “Miranda, se nos abre la tierra bajo los pies”. Apenas dos años después, pocas personas de mi generación –la de los cincuenta- no recuerdan donde estaban y cual fue la reacción íntima y personal al conocer la agonía –“Dios mío, cuanto cuesta morir”, dicen que susurró- del anterior Jefe del Estado.

Tan solo veintitrés meses separan el magnicidio de la calle Claudio Coello de la muerte de Franco y tan solo donde meses desde este hecho de significativa transcendencia histórica  hasta que el pueblo español vota en a favor de la democracia y la libertad en convivencia pacífica. Fue como pasar ordenada y sosegadamente de una atmósfera de temor o recelo a otra de respeto y tolerancia con gentes e ideas distintas.  Cantabria no existía. Tampoco teníamos Estatuto, ni bandera y estaba prohibido hablar de autonomía, entonces palabra incomprensible. Franco dejaba el país en una situación de cierta horfandad, pero no era cierto. Miles de cántabros acudieron a los ayuntamientos y al entonces Gobierno Civil a estampar su firma de adhesión al jefe del estado fallecido; era un pueblo sociológicamente franquista sin saberlo, pero íntimamente aspiraba a lo nuevo, pero en paz y sin perder los bienes materiales que el franquismo había proporcionado. Era la mayoría silenciosa que reclamaba un tránsito controlado hacia otras fórmulas de entender el poder que el nuevo Rey había dejado entrever con prudencia en el primer discurso al país de la Corona.

Si un deseo compartía todo el pueblo –fuera leal al régimen que moría con Franco o abiertamente demócrata- este era el siguiente: Paz. Nunca violencia, ni más enfrentamientos y guerras. En nuestra región pocos hablaban de aperturismo y democracia y si existía cierto debate se debía a que las páginas de Hoja del Lunes generaban cierto aire fresco, pero sin pasarse. Aparecían indicios de inquietudes con alguna intención regional, como la aparición de la Asociación para la Defensa de los Intereses  de Cantabria (ADIC), que contaba con algunos fervores y alientos por parte del último gobernador civil del franquismo, Carlos García Mauriño; el abogado José Manuel Martínez de la Pedraja, desde una izquierda un tanto tolerada, mantenía reuniones abiertas buscando los horizontes todavía ocuros del cambio; Mario García Oliva defendía el progresismo demócrata cristiano antes de terminar en las filas socialistas y Daniel Gallejones se erigía como el hombre de Gil Robles en Cantabria;  en Torrelavega se movían algo las aguas pro-aperturismo en torno a la Joven Cámara, que lanzaría una publicación, Cántabro, que defendía por igual la democracia y la autonomía regional, y los dirigentes provinciales del asociacionismo de Arias Navarro conformaban las dos fronteras de la vida política restringida en los años 74-75, estando proscritros los comunistas y los socialistas que apenas sumaban las cuatro decenas que, además, seguían sin dar señal de su identidad y existencia.

En la prensa montañesa el panorama era el siguiente. Este periódico mantenía el yugo y las flechas en su cabecera y representaban un refugio cierto para los nostálgicos, mientras que la competencia nacional-católica no contaba en influencia social y al igual que la Iglesia de la época, una de cal y otra de arena. Durante semanas y meses no faltaron las flores al pie de la estatua ecuestre de Franco en Santander; ésta era la situación real de una provincia fiel al régimen pero caminando hacia el aperturismo real.

No se si usted, lector, comparte esta impresión; no estoy optimista ni me gusta lo que pasa, y bien desearía que el diagnóstico fuera erróneo. Las cosas, que duda cabe, están mucho mejor de lo que estaban, pero a gran distancia de lo que debieran y pudieran ser. Hoy somos más cántabros y  europeos, más avanzados socialmente, pero existe un cierto resquicio a la nostalgia en un problema que a las familias cántabras acongoja, como es el paro, hoy más del 15 por ciento de la población activa; ayer, hace veinte años, apenas perceptible, casi el pleno empleo, en una época casi irrepetible para Europa y también de exportación de mano de obra, especialmente de la España atrasada y rural. Hemos perdido capacidad de control sobre la marcha de nuestra economía, las autovías han tardado una eternidad y estamos obsesionados, con razón, que el nuevo sistema ha traído más desajustes territoriales y que a nosotros, los cántabros, parece que se nos ha pasado factura por nuestro supuesto enriquecimiento económico en el franquismo cuando alcanzamos el puesto séptimo en renta per cápita entre las cincuenta provincias españolas.

Esta es la pequeña crónica que podría alargarse en exceso. Veinte años después ha mermado la nómina de los ficticios luchadores contra Franco, tan en uso en los primeros años del pos-franquismo, a quienes jamás se les vieron en una huelga o en una manifestación. El antifranquismo se ha serenado porque hace dos décadas la cultura contra Franco facilitaba mucho las cosas, pero la cultura sin Franco, en  democracia, en libertad, es otra historia que ha propiciado la caída de mitos, porque la libertad es simplemente normalidad y no el paraíso terrenal. Las cosas que funcionan hoy, con raras excepciones, funcionaban entonces. Incluso la agonizante Sniace. No son motivos para grandes optimismos. Tampoco para dejar de luchar.

 

JOSÉ RAMÓN SAIZ FERNÁNDEZ
Alerta de 25 de noviembre de 1995