ALERTA de 24 de septiembre de 1995
Quince años después de su retirada existe un respeto general a su persona y su gran obra política de la transición.
Tres de julio de 1976. A las 10,40 horas un ujier de las Cortes cierra la sala de sesiones del Consejo del Reino en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo. Pasadas las dos de la tarde el alto órgano consultivo ha elaborado una terna que Torcuato Fernández Miranda comunica a través de su teléfono directo a La Zarzuela. Lacónicamente el presidente de las Cortes declara a los periodistas: «Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que me ha pedido«.
Pasadas las siete de la tarde el teletipo de «Europa Press» avanza la noticia: Adolfo Suárez González es el nuevo Jefe del Gobierno. En los medios de comunicación sorprende el nombramiento y se buscasu biografía política, de apenas unas líneas. Las fotos de Suárez relegan las de Fraga y Areilza, también «presidenciables«. El lunes, día 5, el nuevo presidente jura su cargo ante el Rey don Juan Carlos. Este regreso a la actualidad de Adolfo Suárez lo podemos seguir esta noche en el programa «La Transición« que dirige la periodista Victoria Prego, que nos haría revivir algunos de los momentos más ilusionantes del proceso democratizador.
La apuesta del Rey por Suárez causó estupor tanto en el exterior como en España. La oposición le tachó de franquista puro y la prensa internacional le definía como «un hombre del viejo régimen«. La pregunta era obligada: ¿Por qué elegir a un político del Movimiento con un curriculum político escaso, jefe de un Gobierno decisivo para la propia Monarquía?. El Rey sabía que arriesgaba y mucho tras el fracaso del tandem Arias-Fraga pero apostó por un hombre joven, desconocido en las cancillerías extranjeras que como mayor éxito presentaba su discurso en defensa del pluralismo político siendo ministro secretario general del entonces partido único, que había pronunciado en las Cortes solo unas semanas antes del cese-dimisión de Arias y del que destacamos este compromiso: «elevar a la categoría de normal lo que a nivel de calle es simplemente normal». En este gran objetivo trabajó inteligentemente Suárez desde que fue nombrado, momento en el que se produce el «hecho político» más importante de la transición porque fue capaz de ser el gran constructor de la democracia española desde el aliento del Monarca y el protagonismo del pueblo.
La voz de Suárez fue en esa difícil etapa la del puro sentido común, sin prometer milagros ni transformaciones instantáneas ya que mientras lograba ir desarticulando el viejo edificio del autoritarismo fue construyendo la nueva casa para una convivencia pacífica y democrática entre españoles. Porque, recordemos, cuando Suárez llegó aCastellana, 3, sede de la Presidencia del Gobierno, en julio de 1976, después de ser seleccionado por el Consejo del Reino y elegido por el Rey, – es decir, a través de la más rigurosa legalidad entonces vigente – solo ocho meses después de que el país comenzara a salir del indiscutible trauma de la muerte de Franco, se encontró con un Estado increíblemente débil, una clase política del antiguo régimen instalada en posiciones clave y muy resistente al cambio, una crisis económica arrastrada de años, una gran desconfianza internacional y un país que conocía ya fuertes dentelladas del terrorismo pues solo tres años antes había logrado asesinar al entonces jefe de Gobierno Luis Carrero Blanco. Ante este cúmulo de problemas, Suárez jugó a lo posible con una meta inequívoca – la plena democracia consiguiendo dar la vuelta a la piel de España. En menos de tres años, en realidad desde el referéndum de diciembre de 1976 hasta la Constitución del 78, nuestro país conoció un cambio copérnico. Se alcanzó la normalidad democrática como la existente en los países occidentales y eso lo hizo esencialmente Suárez al frente de un Gobierno calificado de penenes que supo dar la talla y afrontar sin titubeos la gran encrucijada de España tras la muerte de Franco.
En 1980 escribí el libro «El Presidente» que coincidió con el de Gregorio Morán titulado «Historia de una ambición«, que desde la primera página hasta la última flagelaba con saña a Suárez; por el contrario, mi trabajo era más moderado y ahora puedo decir que m]as justo porque mientras Morán detestaba a su personaje en mi obra se le respetaba porque ese respeto estaba bien ganado. En «Historia de una ambición» de Morán se zahiere a Suárez porque nació en una familia modesta, tirando a pobre, haber tenido comienzos difíciles en Avila e iniciar la aventura de Madrid con una maleta m]as llena de ilusiones que de trajes. Hasta se le reprochaba la ambición, que en un político no es defecto, sino virtud indispensable!. Para mi trabajo esas eran m]as virtudes que defectos y aun reconociendo que Suárez no tenía la talla intelectual de Cánovas o Fraga, sin embargo pasará a la historia con mayor grandeza. Y en cuanto a la ambición, la noble ambición esindispensable en el político – la tuvo Cánovas, no le faltó a Sagasta, la poseyó Silvela – y quien no la tenga no pasaría de ser un pobre de espíritu o políticamente un mentecato. Y preguntaba, además, ¿ no es mejor, más elogiable, ser un Lincoln que libera a su pueblo de sí mismo y hace su brillante carrera desde que nace en una cabaña de troncos?. Lincoln está en el inmenso memorial que domina el centro de Washington y Suárez, quince años después de su retirada, goza de un respeto general a su persona y su obra política. No fue privilegiado ni frívolo, nació en la clase media, tampoco es doctor por Oxford. Pero trajo la libertad a España.
Quienes en 1980 pusieron en marcha aquel slogan «Suárez, no» que recordaba el error del «Maura, no» de principios de siglo, hoy rodean al ex-presidente de elogios y premios bien merecidos. Esta noche en «La Transición» regresa a nuestro recuerdo aquel Adolfo Suárez que demostró incluso grandeza en el momento de su marcha cuando en el momento de mayor debilidad del sistema democrático fue capaz de manifestar una valentía que ha quedado impresa para todos los librosde Historia del próximo siglo. Marchó cansado y dolido por las traiciones, lo que justifica que un día de finales de enero de 1981 pensara aquello que afirmó Maura: «Que gobiernen los que no dejan gobernar!».