EL DIARIO MONTAÑÉS, 3 de julio de 1986

3 de julio de 1976: Cuando el Rey nombró a Suárez

Esta interrogante fue general: ¿Por qué el Rey elegía a un político del Movimiento, con un curriculum político escaso, jefe de un Gobierno decisivo para la propia Monarquía.

Tres de julio de hace diez años. Es sábado. A las 10,40 horas, un ujier de las Cortes cierra por fuera la sala de sesiones del Consejo del Reino en la primera planta del Palacio de la Carrera de San Jerónimo. Casi cuatro horas después, tras una larga e intensa reunión, el alto organismo consultivo ha elaborado una terna de la que debe salir un nuevo jefe de gobierno. Torcuato Fernández-Miranda, auténtico gestor de la caída de Arias, comunica a la Casa Real a través del teléfono rojo de su despacho, los tres nombres de los candidatos. Inmediatamente después de almorzar en su casa madrileña se traslada a La Zarzuela para entregar, ya oficialmente, la terna. La decisión del Rey no se hace esperar y a las siete de la tarde los teletipos de Europa Press dan la noticia: Adolfo Suárez González, nuevo Presidente del Gobierno.

La crisis se había iniciado dos días antes. Areilza, ministro de Exteriores en el primer Gobierno de la Monarquía, escribe en su polémico libro de memorias políticas: “1 de julio de 1976. Con motivo de la entrega de credenciales de varios embajadores al Rey, en palacio, don Juan Carlos está descansado, como quien se ha quitado un peso de encima, Extraña sensación de sosiego. ¿A que se deberá?.” Pronto el país, toda España, lo iba a saber. El Rey había tomado la decisión madurada desde tiempo atrás  de relevar a su jefe de Gobierno, Carlos Arias Navarro. Al propio presidente se lo confirmaría en un despacho celebrado en el Palacio Real en la mañana lluviosa de ese día. Era la una y veinticinco de la tarde cuando Carlos Arias salía del palacio como ex -jefe de Gobierno de la Monarquía.

Cuando el tres de julio llega la noticia del nombramiento de Suárez a las redacciones informativas de España y de Europa, la primera reacción es de desconcierto y pesimismo. Se buscará la biografía de Suárez y apenas se encontraron unas líneas que reflejaran un curriculum más bien gris y “sospechoso” para los analistas políticos: toda su carrera política se había desarrollado dentro del Movimiento. Era, por tanto, lógico que muchos se preguntaran en las columnas de la prensa: ¿Por qué el Rey elegía a un político del Movimiento, con un curriculum político escaso, jefe de un Gobierno decisivo para la propia Monarquía? El nombramiento de Suárez, una de las grandes claves de la transición, fue recibido con polémica y desesperanza de la que también se haría eco la prensa europea: “Le Corriere de la Sera” escribía que “el nombramiento de Suárez aleja a Madrid de Europa; “The Observer”, señalaba que “es un hombre del viejo régimen”y  en los periódicos más destacados de la República Federal de Alemania la frase más utilizada fue la de “seria decepción”.

¿Dónde pueden encontrarse las claves de aquella crisis? Diez años después bien puede afirmarse que en las últimas semanas de junio la Corona debió juzgar como poco útil la dinámica por la que discurría la política oficial. Lastrada por unas instituciones concebidas para su autoperpetuación, hostigada desde la oposición y minada por el deterioro económico, el referéndum de la transición (que después ganó aplastantemente Suárez) amenazaba en los términos en que estaba concebido con alumbrar una victoria pírrica y, por tanto, inútil para encontrar una salida abiertamente democrática. De ahí que el Rey, como Jefe de Estado, provocase un cambio radical a la enfermiza situación, alcanzando la nuevas solución con rapidez hasta el punto de que entre el primero de julio y la tarde del sábado, día tres, toda la política española viviera con el alma en vilo tratando de preguntarse por el significado de la crisis, la forma en que se desarrolló y el momento. Torcuato Fernández Miranda fue “el otro” protagonista con el Rey de aquella crisis tan favorable para el resultado final de la transición.

Suárez se distanció de Arias desde el primer momento de llegar a Castellana, 3. Pensó –y bien- que como jefe de gobierno no podía caer en un grave error del que fue prisionero su antecesor: creerse albacea de una época histórica de España ya cerrada. Se necesitaba mirar hacia adelante, retar al futuro y administrar con sabiduría el contenido de una reforma sincera. Arias había sido un hombre del pasado y eso es lo que no tenía que ser Suárez. En plena transición, solo bastaba con ilusionar a la ciudadanía con una reforma valiente y atrevida y una coherencia absoluta entre los deseos de La Zarzuela y la ación concreta de Gobierno, para salir triunfante en la operación histórica.

Entre el objetivo principal de un mandato presidencial y las elecciones del 15 de junio de 10977 (apenas once meses de tiempo para “construir” la primera fase democrática), Adolfo Suárez fue fiel a su compromiso con el pueblo español que anunció en una alocución televisada el 7 de julio: “que los gobiernos del futuro sean el resultado de la libre voluntad de la mayoría de los españoles”.  Todo su intenso trabajo político hasta las primeras elecciones puede resumirse con una frase personal de Suárez ala revista “Le Point”: “la aventura que nos une a todos es apasionante. Hacer de España una democracia, hacerla entrar de golpe en el círculo de las potencias medias, no borrar el pasado –este no pertenece a nadie- pero darle su justo lugar en la historia rojo y oro de España y, en fin, inventar una forma de vivir juntos. La izquierda –añadió Suárez- no puede obstinarse en combatir un pasado que ya no existe y una parte de la derecha llorar por un pasado que no volverá”.

El 3 de julio de 1976, hoy hace diez años, el Rey confió a Suárez una doble misión. En primer lugar, gobernar España, lo que no es poco; a continuación, hacerse de este país, tras cuarenta años de autoritarismo, una auténtica democracia, intento éste gigantesco y sin precedente histórico.

La aventura no le dio miedo a Suárez. La historia ya hizo balance del éxito de la transición.

 

JOSÉ RAMÓN SAIZ FERNÁNDEZ
El Diario Montañés, 3 de julio de 1986