ALERTA, 5 de diciembre de 1998
Por su gran labor en la dirección de la transición a la democracia, se ganó a pulso un puesto en la Historia de España.
En enero de 1981 presenté mi libro “El Presidente” dedicado a la figura política de Adolfo Suárez y a sus primeros mil días al frente del Gobierno de España. En la portada, acompañado de una fotografía del presidente de la transición pero también el primer jefe de Gobierno de la democracia recuperada con la Constitución de 1978, rezaba el siguiente texto: “Historia de una transición en la que Suárez fue le gran protagonista: ¿Será capaz de terminar su obra?. Este subtítulo tenía algo de premonición sobre lo que ocurriría en los finales de ese mismo mes de enero de 1981 al existir, ya entonces, una operación para desbancarle de La Moncloa dirigida por la alternativa socialista con el apoyo de las filas conservadoras de UCD lideradas por Herrero de Miñón y de las más progresistas, nucleadas en torno a la figura de Fernández Ordoñez, quien dos años más tarde asumiría la cartera de Exteriores en el segundo gobierno González.
La dinamitación interior de UCD con la complacencia de los poderes fácticos muy definidos, destacando los económicos,. No permitió a Adolfo Suárez acabar su obra, optando por la lealtad constitucional de presentar la dimisión al Rey ante la pérdida de apoyos parlamentarios en su propio grupo. Sin embargo, para entonces Adolfo Suárez ya tenía un lugar relevante en la Historia de España, que se vio todavía más consolidado cuando en la jornada del 23 de febrero, todavía como presidente en funciones, demostraba que además de un presidente eficaz, fue también un presidente valiente. La foto de aquella jornada es la de un Suárez defendiendo la Constitución y la libertad, merecedora de estar en los libros de historia.
Mirando a los casi cinco años de presidencia, uno de los factores más importantes de su etapa fue su habilidad para ilusionar a todo un país en torno a la democracia, consiguiendo que treinta y seis millones de españoles nos pusiéramos en pie para recuperar el tiempo perdido en cuanto a libertades públicas se refiere. La voz de Suárez fue, en esa difícil etapa, la del puro sentido común, sin prometer milagros ni transformaciones instantáneas, ya que mientras lograba ir desarticulando el viejo edificio del autoritarismo, fue construyendo la nueva casa para una convivencia pacífica y democrática entre los españoles. Porque, recordemos, cuando Suárez llegó en julio de 1976 a Casteallana 3, sede de la presidencia del Gobierno, después de que su nombre figurara en una terna elaborada por el Consejo del Reino y elegido por el Rey, se encontró con un estado increíblemente débil; y una clase política del antiguo régimen instalada en posiciones clave y muy resistencia al cambio; y una crisis económica arrastrada de años, una gran desconfianza internacional y un país que conocía ya fuertes dentelladas del terrorismo, pues solo tres años antes había logrado asesinato al entonces jefe de Gobierno, Carrero Blanco.
Desde el primer momento, Suárez fue superando poco a poco la desconfianza de quienes le criticaba por no haber jugado al todo o nada, olvidando aquella frase de Cánovas sobre la fácil, pero estúpida bandera del todo o el nada, que jamás ha aprovechado en este mundo a nadie. Suárez ,sin embargo, jugó a lo posible y, desde ese posibilismo practicado día a día, pero con una meta final inequívoca –la plena democracia- consiguió dar vuelta a la piel de España en menos de tres años. En realidad, desde el referéndum de diciembre de 1976 hasta la Constitución de 1978, nuestro país conoció un cambio copérnico al alcanzarse la normalidad democrática institucional como en las democracias europeas. Y eso lo hizo Suárez, que llevó el difícil timón del cambio.
No encontró Suárez la bondad que se merecía su acción política y en su etapa presidencial se le llegó a flagelar con saña. En mi libro El Presidente se respetaba a Suárez pero en otra obra con el título Historia de una ambición, de Gregorio Morán, se zahiere a Suárez por haber nacido en una familia modesta, tirando a pobre, haber tenido comienzos difíciles en Avila, haber llegado a Madrid con una maleta más llena de ilusiones que de trajes, haber conocido tiempos muy difíciles y haber ascendido penosamente paso a paso. ¡Hasta se le reprochaba la ambición, que en un político no es un defecto, sino virtud indispensable! Para mi trabajo esas eran virtudes y no defectos y, aun reconociendo que Suárez no tenía la talla intelectual de Cánovas o Azaña, sin embargo, pasará a la historia con mayor grandeza.
La ambición desde una visión positivista de Adolfo Suárez fue significativa y necesaria para los logros alcanzados. La noble ambición es indispensable en el político- la tuvo Cánovas, no le faltó a Sagasta, la poseyó Silvela– y quien no la tenga no pasará de ser un pobre de espíritu o políticamente un mentecato. Y preguntaría, además, ¿no es mejor, más elogiable, ser un Lincoln que libera a su pueblo de sí mismo y hace su brillante carrera desde que nace en una cabaña de troncos?. Lincoln está en el inmenso memorial que domina el centro de Washington y Suárez, diecisiete años después de abandonar la presidencia, tiene el respeto general en torno a su persona y su obra política. No fue un privilegiado ni frívolo, nació en la clave media, y tampoco ha sido doctor en Oxford. Pero trajo la libertad sin traumas a España.
Quienes en 1980 pusieron en marcha aquel slogan Suárez, no, que recordaba el error de Maura, no de principios de siglo, desde que abandonó La Moncloa han dedicado a Suárez los mayores elogios. Fue tal la injusticia, que dos años antes de abandonar la presidencia, un político opositor pronunció esta frase: “Si el caballo de Pavía entra en el Congreso, el primero en subirse a la grupa será Adolfo Suárez”. Ante tan penoso despropósito, la historia hizo justicia cuando en aquella tarde del 23 de febrero de 1981, Suárez se enfrentó valientemente al golpismo. No es de extrañar, pues, que Suárez un día, cansado y aburrido de zancadillas y descalificaciones, dijera aquello que afirmó Maura: ¡Que gobiernen los que no dejan gobernar!.
Hoy, con toda justicia, se rinde tributo a Suárez en nombre del pueblo de Cantabria. Con todo merecimiento, recibe la máxima distinción de nuestro Parlamento concedida por consenso. Un gesto que en nombre de todos los cántabros agradece a Adolfo Suárez González su contribución a las libertades y que prestigia a este pueblo nuestro que sabe reconocer los méritos de un gran presidente, que con todos los honores está en la Historia de España en una de sus páginas más brillantes, porque por primera vez una coyuntura tan compleja no se ha resuelto a golpe de sable y de enfrentamiento. Gracias, Presidente.