EL DIARIO MONTAÑÉS, 14 de septiembre de 1992
La cesión de su biblioteca familia a los santanderinos es el reencuentro definitivo entre el gran poeta y su ciudad natal.
Hace cinco años que murió el gran Gerardo Diego. Aquél verano de 1987 nos trajo la triste noticia del fallecimiento del poeta montañés más importante que en los últimos años de su vida, quizás porque esta ciudad y nuestra región no siempre es agradecida, estuvo bastante alejado aunque estoy seguro que en cada instante recordaba su tierra, su juventud santanderina, las raíces montañeses que en su interior sentía muy profundamente.
Conocí a Gerardo Diego una tarde en su casa de la calle Covarrubias de Madrid y frente a su mesa de trabajo en la que me llamó la atención la pequeña máquina de escritor en la que trabajaba con las palabras para construir sus poemas. Primero le vi en su tertulia diaria del café Gijón, en la calle Recoletos de Madrid y allí, amablemente, me citó en su domicilio. Le entrevisté para La Hoja del Lunes y el diálogo significó una recreación para l poeta que pudo evocar sus recuerdos montañeses. Sencillo, amable, sensible y algo tímido, cuando él era la figura, el maestro, uno de los grandes poetas españoles del presente siglo y uno era sencillamente un aprendiz de periodista. Años más tarde, en la última página de este diario, publiqué un artículo que perseguía impulsar o reflexionar sobre la necesidad de un reencuentro entre Santander y el poeta. Me escribió una carta amabilísima, de profundo sentimiento santanderino y montañés, y en el último párrafo, agradeciendo una iniciativa local que había promovido su nombre para el Premio Nobel, Gerardo Diego afirmaba que entre el Nobel de Literatura y el Cervantes, prefería el honor y prestigio, por nuestro, del que lleva el nombre del gigante de la literatura. Este deseo le vio cumplido cuando ya le rondaba la muerte, aunque aún le quedaban fuerzas para seguir construyendo versos que tan perfectamente armonizaba.
Gerardo Diego ha regresado al recuerdo de los santanderinos y cántabros con motivo de la donación de su biblioteca familiar a la ciudad. Ha regresado aunque nunca se marchó porque el recuerdo de un poeta grande como Gerardo nunca se evapora; al contrario, una poesía de hoja perenne, de verdor, como la tierra montañesa, tan perdurable, está siempre entre nosotros. La entrada de su biblioteca a Santander, a todos los cántabros y amantes de la cultura y las letras, representa un reencuentro definitivo entre el gran poeta y sus raíces. No recuerdo ahora en que cementerio de Madrid reposan sus restos, pero no estaría de más la iniciativa de ofrecer el panteón de hombres ilustres, de Ciriego a la familia del poeta; estoy seguro que pasado disgustos y algunas indiferencias de una tierra – repito- que no siempre es agradecida, Gerardo Diego daría su conformidad a alcanzar su definitivo descanso frente al mar, el verde paisaje, la geografía costera tan entrañable, fuente de inspiración de los poetas de su categoría.
No fue el gran poeta santanderino un hombre proclive a los homenajes y a los honores. Era, como le conocí, un hombre de pocas palabras, casi no corría el “párrafo” en la conversación y con frecuencia se elevaba por encima de los diálogos, quizás buscando una inspiración que encontraba cuando explicaba poesía o tocaba el piano. Fue así siempre, desde que en 1925 con Alberti comparte el Premio Nacional de Literatura por Versos Humanos, hasta su muerte, cuando había superado los noventa y su poesía seguía sorprendiendo por que el gran Gerardo Diego nunca perdió el aire de joven poeta. Así lo recuerdo cuando tras aquella entrevista para La Hoja que entonces dirigía Florencio de la Lama, le saludé algunos años más tarde, ya como periodista de Pueblo, en otra de aquellas tertulias tan sencillas como solemnes del Café Gijón. Recuerdos entrañables del gran Gerardo Diego, gloria de nuestras letras.
En nuestros libros de texto y en la historia de nuestra región, el poeta de La Fundación del querer y Tres poemas de la Magdalena (1970) o del romancero de la novia (1920), tan influido por los grandes autores del momento (Rubén Darío, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y otro ilustre paisano como Enrique Menéndez y Pelayo), figura como el más importante poeta montañés y uno de los más destacados de la lírica española. He citado “la fundación del querer”, ya en el ocaso de su vida, porque de estudiante logré aprenderme sus romances encadenados y especialmente aquel que Gerardo Diego lo explicó así:
Un romance es un instante,
Un romance es una vez,
Un romance es siempre, siempre,
Volver a empezar, volver.
Recordar a Gerardo, buscar un homenaje santanderino a su obra, obliga a tomar en nuestras manos su libro “Mi Santander, mi cuna, mi palabra” (¡que magnífico título y demostración de amor hacia su ciudad!), en el que con la rima de su poesía, presenta nuestros montes, y nuestros ríos, y nuestros llanos y nuestras playas. Tomo estas pinceladas sobre Puerto Chico en invierno y en verano:
Y hoy es la noche y bajamar. Escampa
El chaparrón. Que olor el de la rampa (1).
——
——
Y oyendo el palpitar de tantas velas,
Tus atlánticos sueños abarloas (2).
O su terceto a una histórica villa de nuestra Cantabria:
Agosto en Laredo y sus cantares,
Ahora ya dormidos en la playa
Al beso de la luna montañesa (3).
Cinco años después de su muerte, el reencuentro ha tenido un final feliz, aquel que el propio Gerardo definió en un “cierre por soledades” cuando escribió: “Sé que te estaré queriendo/en la tierra y en el mar/cuando arriba nos juntemos”.