EL MUNDO, CANTABRIA24HORAS.COM, 25 de junio de 2014
La España que ha asistido a la proclamación del nuevo rey está para pocas celebraciones, cuando la palabra crisis lo domina todo. Llega Felipe VI en un contexto que se ha venido a llamar desafección, que se define por un creciente alejamiento y separación entre representantes y representados. Con una situación de crisis institucional que afecta a toda la estructura del Estado, más o menos lo que aquí afirmo se puede indicar con estas palabras: es la primera vez en la historia reciente que los ciudadanos vamos por delante de los políticos. Si hace tiempo los gobernantes y políticos proponían cambios que los ciudadanos aceptábamos, ahora es todo al revés y somos los ciudadanos los que reclamamos un cambio de modelo que se resisten a aplicar. La realidad, sin embargo, es muy tozuda y acabará imponiéndose.
Aunque sus poderes son muy limitados, la Jefatura del Estado se enfrenta a una labor inaplazable: convencer a los que detentan las instituciones sobre la necesidad de abrir otro periodo constituyente y afrontar todos los cambios necesarios. Porque dicho de otra manera y con frase ajena, lo que era sólido se ha vuelto líquido, además de frágil. Tanto, que la propia estructura territorial de España parece que llega a sus límites y amenaza con romper sus costuras, después de tres décadas y media de Constitución.
Ya he señalado en un artículo anterior que la abdicación del anterior monarca fue una decisión acertada, que debiera significar, además, una referencia para la clase política actual. Cambiar a un rey viejo por un rey joven representa la oportunidad de alcanzar un gran acuerdo nacional para llevar adelante una autentica y completa regeneración de la vida política española. Esto que afirmo debe entenderse con precisión. El que ya era rey viejo, en su etapa joven apostó por decisiones extraordinarias que, en su conjunto, transformaron una dictadura en una democracia. Ahora, otro rey joven debe convencer a quienes gobiernan desde su lógica influencia –que no decisión- de la necesidad de un gran pacto político entre todos, más allá del bipartidismo declinante, para articular una nueva política y definir una renovada arquitectura territorial e institucional.
Los desafíos a los que se enfrenta el país son tan enormes que demandan grandes energías y un soplo de aire fresco. Con una sociedad más pobre, más desigual y mucho más escéptica, urge regenerar las instituciones e impulsar la justicia social que se está perdiendo. En este sentido, al nuevo rey le toca una época compleja en la que la demagogia triunfa fácilmente, los partidos políticos da asco verlos, el independentismo campea sin control, el Estado crea clientes en vez de ciudadanos y el paro –que afecta a la propia dignidad de las personas, como bien ha dicho el nuevo rey- es insoportable y castiga a generaciones altamente formadas.
Por ello, la cantidad de problemas que existen a nuestro alrededor precisa que se aborden con decisión y coraje. Ahora mismo, una democracia donde la Jefatura del Estado reside en una herencia dinástica, resulta para una parte del país un anacronismo, hecho que ha abierto una confrontación entre monarquía o república. Desde mi perspectiva, no es malo ni pernicioso el debate mientras discurra por cauces democráticos, ya que obliga a la Corona a demostrar su utilidad permanentemente, lo cual no es malo, además de presentar otra ventaja en este caso: la juventud del nuevo rey hará que se acerque más a una generación de españoles entre treinta y cincuenta años que pueden considerarlo un referente, generaciones por cierto que ya nacieron en democracia y que viven una revolución tecnológica y social de internet y, por supuesto, la globalización en la que estamos inmersos. Todo un conjunto de adelantos que reclaman nuevos referentes éticos y morales que representen los más sólidos valores sociales y culturales frente a las políticas a corto plazo, el populismo y, por supuesto, el abuso de poder y la corrupción que impera.
Este nuevo futuro democrático que se abre para España pasaba por el inicio del nuevo reinado si partimos del hecho de que, inmersos en esta segunda década del siglo XXI, se precisa impulsar reformas profundas, trabajo que puede acometer y realizar Felipe VI que representa una marca blanca para la monarquía. España necesitaba este relevo para aportar oxígeno a la democracia y acabar con una corrupción que ha debilitado la vida institucional y política en general. Para el nuevo tiempo y ante la creciente depauperación de nuestro sistema político, se precisa impulsar nuevos valores y estos tienen que ser los mejores.
Al nuevo rey no le van a faltar situaciones comprometidas, como la inminente imputación de la infanta Cristina, hoy ya fuera de la familia real. Es cierto que no resulta de la misma gravedad que se daba en el pasado como hija de rey en ejercicio. Un asunto que está obligando a increíbles dosis de ingeniería dinástica que ha originado la avaricia insaciable de quien se creyó que su boda llevaba aparejada una patente de corso. O, ahora mismo, el tan polémico aforamiento de Juan Carlos cuando ya no le protege la Constitución y pasa por ser un ciudadano normal aunque se le reconozcan honores que no tienen valor alguno para justificar una medida tan discutida.
Del pasado del nuevo rey recordamos su afición a la vela, un deporte muy nuestro por cierto. Es posible que con frecuencia practicara este deporte en aguas más o menos tranquilas. Ahora, sin embargo, las aguas (para España como nación) están más embravecidas y el buque está averiado en un momento en que la siempre temida galerna trae vientos un tanto tormentosos. En este contexto, el rey debe llevar con firmeza el timón y que la tripulación formada por la clase política hoy dominante, se conciencie de la necesidad de sacrificios para que la travesía vaya bien. En este papel es en el que los españoles pedimos utilidad a la institución y a quien ahora la representa, percibiendo su efectividad si es capaz de traer los nuevos horizontes que se demandan.
Sabemos que impulsar una etapa de cambios está constitucionalmente reservada a las Cortes y al Gobierno, pero el nuevo rey podrá hacer de motor de consensos en esa dirección que hoy precisa España. Creemos que él lo sabe y de su eficacia dependerá que se aminore la presión antimonárquica o, por el contrario, si falla en lo que se demanda, se agrave. Convencidos de que Felipe tiene experiencia en navegar, a la vez, en aguas tranquilas y procelosas, nos toca aguardar con la esperanza de que la nave no se pierda en un mar de tormentas y niebla.