EL MUNDO-CANTABRIA, 24 de abril de 2015
El inicio de la autonomía el 31 de enero de 1982, no estuvo exento de dificultades que merecen una reflexión, más cuando no hace muchos días he escuchado en un medio nacional una información -¡treinta y tres años después de contar con Estatuto!- que nos identificaba como provincia de Santander. Si esto sigue ocurriendo (es cierto que casi ha llegado a categoría de excepción), imagínense lo que acontecía cuando entró en vigor el Estatuto que recuperó, de manera automática, el nombre histórico de Cantabria. A esta situación había que añadir, además, otras de igual o parecido calado: en muchos documentos oficiales, incluso publicados en el Boletín Oficial del Estado, se nos identificaba como “provincia de Santander”, la figura del gobernador aun se mantuvo siete meses más y la bandera regional no ondeaba en instituciones del Estado y en muchas de ámbito municipal. En esta situación, de algo éramos conscientes: que partíamos de cero y que faltaba mucho tiempo para que calara el Estatuto.
Conviene señalar, en todo caso, que del paso de provincia sin Estatuto a provincia o Comunidad Autónoma con Estatuto, no había nada preparado; se partió de cero, precisándose desde el primer día crear una estructura de diálogo y acuerdo como exigencias de un proceso que nos permitiera conducir el movimiento autonómico hacia soluciones y no callejones sin salida. Éramos conscientes de que psicológicamente, históricamente y generacionalmente, la autonomía llegaba en un momento favorable, al existir un gran consenso social para sacar adelante a Cantabria de su marginación tanto física como política.
A esta situación de cierta soledad en la que nacieron las nuevas instituciones y la Ley Orgánica del Estatuto de Autonomía que las amparaba, era todavía más desesperante la escasa o nula disposición del Gobierno central -encabezado por Leopoldo Calvo Sotelo– en lograr el afianzamiento tanto del nombre de Cantabria como de nuestra enseña regional. Y pongo especial énfasis en el caso de la bandera, porque desde mi punto de vista se precisaba respetar y hacer respetar la simbología de la naciente Comunidad. En este tiempo bien se puede afirmar que poco o nada hizo el Gobierno de la nación, aun cuando la Administración del Estado estaba mandatada a poner en marcha todas las disposiciones necesarias para el asentamiento de la nueva realidad institucional.
Realmente el escenario de aquellos inicios autonómicos era preocupante. No sólo en el exterior se nos ignoraba como autonomía, sino que en nuestra propia casa no se cumplía la legalidad en cuando a su simbología, conjunto de situaciones que motivaron un trabajo más pedagógico que expeditivo en cuanto a instar al cumplimiento de la legalidad. Recuerdo que el sapo de todos los días venía de los medios de comunicación del Estado -radio y televisión, preferentemente- cuando a la hora de la información metereológica imperaba la antigua denominación. En mi condición de consejero adjunto al Presidente y de Relaciones Institucionales, escribí cientos de cartas en las que mencionaba -recuerdo- la disposición final del Estatuto y la obligación de proceder al empleo del término oficial de Cantabria.
Sobre la bandera se trataba, esencialmente, de hacer pedagogía, tener paciencia y explicar las nuevas normas, sobre todo el alcance del Estatuto que en su artículo tercero definía y reconocía la bandera de Cantabria y que ésta debiera acompañar siempre a la nacional. Por lo general, cuando se explicaban estas normas se aceptaba la legislación y no era necesario intervenir. Pero también existían espíritus recalcitrantes o conductas claramente contrarias a todo lo que significara Cantabria y su autonomía, situaciones ante las que era preciso aplicar la ley. Fue necesario en este objetivo aprobar un decreto que además de publicarse en el Boletín Oficial se difundió en los medios de comunicación por su carácter informativo y formativo. Con mi firma y la del presidente,
se publicó aquel decreto que otorgaba a la enseña cántabra una dimensión oficial a todos los efectos como símbolo de las esencias y tradiciones de nuestra autonomía, considerada, a todos los efectos, como la siguiente en rango a la de España.
Estaba claro que al asumir una representación pública no podíamos cruzarnos de brazos ante la actitud desafiante de algunas instituciones y entidades de “ocultar” la enseña de la comunidad, aprobada nada menos que por Ley Orgánica. Había días que evitaba pasar por Correos en mi camino de la estación del ferrocarril de la costa al despacho. En el balcón del Gobierno Civil seguía sin ondear la bandera de Cantabria, omisión grave que se mantenía en todas las direcciones provinciales que parecían actuar como si en Cantabria nada hubiera cambiado.
La enseña cántabra no apareció en el balcón del Gobierno civil hasta la llegada, siete meses después de la entrada en vigor del Estatuto, de Fernando Jiménez como primer Delegado del Gobierno. No fue fácil el proceso de que la Administración se desprendiera de la entonces vigente figura de gobernador. Hay que recordar que las autonomías llamadas históricas rechazaron desde el primer momento el nombramiento de los delegados de gobierno, hecho que obligó al Gobierno a ceder y consensuar su papel en los territorios con Estatuto de Autonomía. Pero el Gobierno , como bien se sabe, no actuaba de la misma manera para Cataluña o El País Vasco que para Cantabria, como se demostró con la tardanza en la designación de Delegado del Gobierno que sustituyera a la figura de gobernador.
Recuerdo que en el primer contacto oficial -en un almuerzo al que asistieron dos buenos amigos como eran Paco Laína, Secretario para la Seguridad del Estado, y un anterior gobernador de UCD, Juan Gómez Arjona– comentamos esta anomalía que era necesario superar con la legislación en la mano. Dentro de una nueva sintonía entre las dos Administraciones, el nuevo Delegado prometió solventar el problema, lo que cumplió de inmediato. La relación con su antecesor, Emilio Contreras, a pesar de estar revestido del cargo de gobernador, fue buena, concretándose el primer trasvase de competencias.
En un artículo con el título “Adiós a la figura de gobernador civil” que escribí en Hoja del Lunes señalé que significaba un paso más en la institucionalización de Cantabria y en sus relaciones con la Administración central, afirmando que se recibía con satisfacción el gesto del Gobierno del Estado, aun cuando era una obligación constitucional. Dos apuntes importantes manifesté en este artículo: por un lado, apelaba a la necesidad de que el nuevo Delegado acabara con una especie de cerco que “desde algunas delegaciones provinciales se mantiene con la autonomía (…), para expresar este deseo: “que nuestra bandera regional ondee en la Delegación del Gobierno y en todos los edificios públicos dependientes de ésta, acompañando a la bandera de España”. No tardó en cumplirse este deseo que representaba normalidad.
Fueron tiempos determinantes en el desarrollo de nuestro autogobierno que basamos en la suavización y amortiguación de las posibles fricciones al considerar que de la buena relación y cooperación dependía el éxito del Estado de las Autonomías.